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MADRID, CUNDINAMARCA, Colombia
Escritor, investigador y humanista colombiano, con estudios en filosofía. Fomentador de los cánones clásicos de la poesía española e hispanoamericana, en un sano marco de patriotismo colombiano y latinoamericano.

domingo, 6 de marzo de 2016

LA DIOSA DE LAS AGUAS (Cuento)


NOTA: El próximo 22 de marzo se celebrará el DÍA MUNDIAL DEL AGUA, día designado por la asamblea general de la ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS, en 1993, como una forma de motivar la concienciación y reflexión en torno al vital e inapreciable líquido, hoy en día en vía de escasez. La izada de bandera de marzo retoma esta fiesta. Para ello aporto este bello cuento infantil que escribí sobre el tema del agua. Podría servir para lectura o al menos para representarlo en un socio-drama. Aquí lo aporto para su uso general. Todo sea por el engrandecimiento de Colombia y la gran patria latinoamericana. NCA

LA DIOSA DE LAS AGUAS
(Cuento)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala

-Abuela… ¡Nos podrías contar una historia! No hace sueño… ¡Oye cómo llueve!
-¿Historia? ¡Ya no quedan muchas! Los tiempos han cambiado, ahora el mundo es otro… La tierra llora.
-¡Abuela! Llévanos de la mano de la fantasía a esos mundos de tu niñez… ¡Sí que son bellos, abuela!

La tierra era huérfana y sola y pura. Se la veía en las tardes recortada contra el sol dorado que moría vencido por las sombras… Se la veía entonces recubierta por velos de esmeralda viviente, a la manera de un bello chal, caminando descalza por las playas y los esteros. Y por donde andaba dejaba huellas doradas de arena como el fino polvo de las estrellas. La tierra entonces era pura, porque todo era ella y ella volvía al todo al momento del poniente. Y renacía cada mañana con el sol resplandeciente que la vestía con rayos de oro fino. Y los pajarillos le cantaban y la diosa de la aurora la cubría con finas perlas de rocío azucarado… ¡Ese era su hermoso collar de perlas!

-¿Y cómo le cantaban los pajaritos, abuela?

Le dedicaban poesías hechas estrofas, que solo el lenguaje de los pájaros entendía. Los hombres las escuchaban y aunque aquellas melodías los embelesaban, nada de todo aquello entendían. ¡Los hombres poco y nada entienden! Los turpiales le cantaban…

¡Madre, madre tierra, madre de agua!
¡Madre, madre de sol de páramo y luz!
Eres crisol de vida, fuego en la fragua
Eres ardiente vino que nace al trasluz.

Entonces venían las golondrinas migrantes del sur y con su enorme bandada en coro, que imitaba el suave murmullo de las cristalinas cascadas de los bosques, les replicaban a los turpiales así…

Los zafiros más hermosos le cubren de vida
Su luz convertida en las aguas es ser…
Que da su presencia de savia transida
Al soplo radiante de vida al nacer.

Y una bandada de alcatraces acogía la sabia estrofa de las avecillas y aleteaban, con su enorme plumaje, en señal de aprobación, en medio de un soberbio trasfondo musical de oleajes y murmullos de vientos marinos.

-¿Y qué sucedía con la diosa de las aguas, abuela?

Ella era la hija consentida de la diosa madre, la diosa de la tierra. Aquella era su primogénita y los abuelos y más ancianos de la aldea refieren que quizás, la diosa de las aguas no sería su hija, sino hasta su propia madre.  La diosa de las aguas tenía un temperamento variable. Podía ir desde la plácida calma de un lago de las montañas, hasta la ira desbordada del más violento de los huracanes. Su rostro agraciado enmarcaba dos maravillosos ojos azules y sus cabellos y su cuerpo todo estaba hecho de la vivificante sustancia que todo lo invadía, bien como agua líquida, bien como vapor de agua… Ello la hacía ser la diosa y señora de la vida misma, de ahí su poder y el que todos los dioses la reverenciaran, a pesar de su carácter variable.    

Cuando madre e hija se abrazaban, la diosa de la tierra quería aprisionarla entre sus dedos pardos, quería inmovilizarla de una vez y para siempre, pero la escurridiza diosa de las aguas se le escapaba y formaba entonces espejos de zafiro entre las montañas o inmensas gotas salobres de lágrimas en la sima de los océanos. Ella no solo era escurridiza sino ágil por demás de volátil. Se hacía aire, se hacía nube, se hacía rocío y se hacía tormenta embravecida. ¡Todo eso y más hacía la zafirina diosa de las aguas!

-¿Qué son espejos de zafiro, abuela?

¡Lagos, mi niño! Maravillosos cuerpos de agua, en el seno de las montañas,  en cuyas tranquilas superficies jugueteaba y hacía cabriolas, la dorada diosa de la luz, con su medio millar de hijuelos. Agua y luz hacían travesuras y brotaba entonces la diosa del arco iris. Los más sabios y ancianos de la tribu una vez al año se retiraban a lo más apartado de las montañas, a meditar y entablar diálogos mentales con la diosa de la tierra y de la vida, a través de la tibia placidez espiritual de la calma de los lagos. En el espejo de aquellas aguas azules se reflejaba la existencia toda, el cosmos, el cielo y las estrellas. Los dioses se asomaban entonces, con toda su calma, al alma de los sabios y les musitaban las grandes verdades, que solo los bienaventurados podían entender.

Yo entonces era muy niña, pero los viejos volvían a la aldea y nos hablaban algo de lo que al oído les habían comentado los inmortales dioses, jirones de las eternas verdades.  Y yo me embelesaba escuchando el relato de los abuelos y cómo referían las aventuras y triquiñuelas con que solía entretener la diosa de las aguas a su calmada y parda madre, la diosa de la tierra…

-Refiérenos una de aquellas aventuras, abuela…

Refieren los más viejos que en el amanecer de los tiempos, cuando el mundo era todavía puro y bueno, la aldea en cierta oportunidad se secó, tanto que no había agua para beber ni para cocinar ni para bañarse el cuerpo ni para hacer las abluciones de la mañana. Los otrora orgullosos ríos de la aldea ahora eran cuencas vacías, llenas de barro cuarteado y seco, que semejaban galletas tostadas de fécula de harina partidas en mil pedazos.

-¿Qué hicieron entonces los aldeanos?

Fueron todos entre ruegos y lágrimas al templo de los dioses y de rodillas les pidieron perdón, si era que se trataba de un castigo por haber faltado a los sacrificios anuales, en la ardiente época de la canícula. Los dioses persistían en su obcecado silencio. Las rogativas se intensificaron, las pocas gotas de agua que quedaban en la aldea se emplearon para fabricar agua de rosas y jazmines, para asperjar con un hisopo de claveles, el recinto de la cámara de los dioses en el templo. Pero el silencio de los inmortales dioses era lo que se obtenía por toda respuesta. ¡El desespero empezaba a apoderarse de los aldeanos, quienes veían morir sus ovejas y cabras y veían secarse trágicamente sus sementeras de granos y hortalizas! Los aldeanos optaron por quedarse entonces en la cámara sagrada del templo haciendo guardia día y noche para que las velas de sebo con que alumbraban el templo de la diosa de la tierra, no se fueran a apagar. Porque si ello ocurría, el presagio era gravísimo y las consecuencias podían ser funestas.

Cierta noche, refiere mi padre, quien era dueño de una pequeña granja agrícola cerca del cuarteado río que atravesaba la aldea; que de tanto velar y poco descansar, lo venció el sueño.  Entonces la diosa de las aguas se le presentó en todo su esplendor, rodeada de un halo luminoso, y ataviada con velos azulados que cubrían su tersa piel de suave nácar policromado, que tenía toda ella la apariencia de irisados cristales de cuarzo.

-¿Por qué me requieren con tanto afán e insistencia? ¿Por qué me buscan? ¿Por qué se duelen de mi ausencia? ¿Acaso cuando me tuvieron aquí me valoraron? ¿Acaso no convirtieron el río y las quebradas aledañas en vertederos y cloacas de pestífero aliento?

-¡Pero mi señora, yo…!

-¡A callar! Lo que has de decir te viene dictado por la soberbia, no por las sabias palabras de la razón y la justicia. El agua se hace vida cuando la vida misma se preserva en ella. Se torna en lágrimas salobres y secas cuando la loca imprevisión humana la trueca en putrefacción y estercoleros sin límites ni fondo. Se transforma en lluvia vivificante cuando la gobiernan los ciclos de las estaciones, de las flores y las plantas, al ritmo dorado del dios del sol. Cuando intervienen las torpes manos del hombre, el agua deviene en vaho de muerte, vapor caliente y ausencia inmisericorde, que es lo que ahora están ustedes padeciendo…

-¿Qué debemos entonces hacer, señora de las aguas?

Recojan las piedras y palos con que han taponado el cauce de las aguas del río aldeano, desde su nacimiento. Fabriquen vertederos para las aguas negras, nunca jamás mancillen el cristal de las aguas del río con la inmundicia de la líquida podredumbre, producida por ustedes mismos. Racionen el uso de las aguas en las casas y que en cada patio haya una acequia y un aljibe para depositar la mayor cantidad del líquido, una vez se haya restablecido el cauce normal del río. ¡Cuiden de las aguas, porque ellas los constituyen a ustedes en dos terceras partes de la estructura de sus cuerpos!

-¿Debemos retribuirte con algún sacrificio, por la gracia celestial de tu ayuda?

¡Claro que sí! Depongan la soberbia que los lleva a creer que el agua es infinita, que es un manantial inacabable de donde brotará el vital líquido por los siglos de los siglos… Sacrifiquen en mi honor, en mis altares, las águilas de su prepotencia, los halcones de su osadía y los toros de su terquedad. Los sacrificios no los harán físicamente, sino en el interior de cada uno de ustedes. Cuando así lo hayan hecho y esos antivalores ya no medren en sus almas, el agua tendrá una luz de esperanza.

Cuenta mi padre que él se despertó de golpe, fuertemente impresionado y que en el suelo de la recámara del templo halló un líquido salobre, que parecía ser lágrimas, solo que en cantidad apreciable y que su nacedero se dirigía a la diosa madre, de cuyo rostro parecían haber caído.

-¡Me habló la diosa de las diosas, la señora de las aguas, la hija mayor de la diosa madre!

Mi padre reunió entonces a todos los aldeanos, los organizó y se pusieron manos a la obra, camino al nacimiento del río. En menos de tres días ya las aguas habían vuelto a la aldea y fluían como una bendición por todos los rincones de los hogares. Las acequias y aljibes se construyeron y los vertederos de aguas negras se acondicionaron a buena profundidad, para  nunca más contaminar el líquido cristal del río aldeano.

-¿Y le hicieron a la diosa los sacrificios que pidió?

¡Oh sí que los hicieron! Cada aldeano acompañado de su familia, se hizo presente ante el altar de la diosa de la tierra, reverencialmente ante sus aras depositaron las figuras hechas en cerámica de los animales con que su primogénita, la diosa de las aguas, significó los antivalores de los cuales habló y los fueron destruyendo uno a uno. Las lágrimas abundantes fueron el epílogo en los rostros arrepentidos por el mal uso dado al líquido sagrado, regalo de los dioses.

-Abuela… ¡Ya cesó de llover!

Y mi historia también llegó a su final. Es hora de irse a dormir, mis amados nietecitos… ¡El dios de los sueños y el descanso ya me los reclama!

-¿Qué nos querrá dar a entender la diosa de las aguas con el hecho que ya no llueva? ¡Tú dijiste al principio que la tierra llora!

En sus almas mañana hallarán la respuesta, hijos míos.


Madrid (Cundinamarca), mayo 5 de 2015

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