NOTA:
El próximo 22 de marzo se celebrará el DÍA MUNDIAL DEL AGUA, día designado por
la asamblea general de la ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS, en 1993, como
una forma de motivar la concienciación y reflexión en torno al vital e
inapreciable líquido, hoy en día en vía de escasez. La izada de bandera de marzo retoma esta fiesta. Para
ello aporto este bello cuento infantil que escribí sobre el tema del agua. Podría
servir para lectura o al menos para representarlo en un socio-drama. Aquí lo
aporto para su uso general. Todo sea por el engrandecimiento de Colombia y la gran patria
latinoamericana. NCA
LA DIOSA DE LAS AGUAS
(Cuento)
Por: Nabonazar Cogollo
Ayala
-Abuela…
¡Nos podrías contar una historia! No hace sueño… ¡Oye cómo llueve!
-¿Historia?
¡Ya no quedan muchas! Los tiempos han cambiado, ahora el mundo es otro… La
tierra llora.
-¡Abuela!
Llévanos de la mano de la fantasía a esos mundos de tu niñez… ¡Sí que son
bellos, abuela!
La tierra era huérfana y sola y pura. Se
la veía en las tardes recortada contra el sol dorado que moría vencido por las
sombras… Se la veía entonces recubierta por velos de esmeralda viviente, a la
manera de un bello chal, caminando descalza por las playas y los esteros. Y por
donde andaba dejaba huellas doradas de arena como el fino polvo de las estrellas.
La tierra entonces era pura, porque todo era ella y ella volvía al todo al
momento del poniente. Y renacía cada mañana con el sol resplandeciente que la
vestía con rayos de oro fino. Y los pajarillos le cantaban y la diosa de la
aurora la cubría con finas perlas de rocío azucarado… ¡Ese era su hermoso
collar de perlas!
-¿Y
cómo le cantaban los pajaritos, abuela?
Le dedicaban poesías hechas estrofas,
que solo el lenguaje de los pájaros entendía. Los hombres las escuchaban y
aunque aquellas melodías los embelesaban, nada de todo aquello entendían. ¡Los
hombres poco y nada entienden! Los turpiales le cantaban…
¡Madre,
madre tierra, madre de agua!
¡Madre,
madre de sol de páramo y luz!
Eres
crisol de vida, fuego en la fragua
Eres
ardiente vino que nace al trasluz.
Entonces venían las golondrinas
migrantes del sur y con su enorme bandada en coro, que imitaba el suave
murmullo de las cristalinas cascadas de los bosques, les replicaban a los
turpiales así…
Los
zafiros más hermosos le cubren de vida
Su
luz convertida en las aguas es ser…
Que
da su presencia de savia transida
Al
soplo radiante de vida al nacer.
Y una bandada de alcatraces acogía la
sabia estrofa de las avecillas y aleteaban, con su enorme plumaje, en señal de
aprobación, en medio de un soberbio trasfondo musical de oleajes y murmullos de
vientos marinos.
-¿Y
qué sucedía con la diosa de las aguas, abuela?
Ella era la hija consentida de la diosa
madre, la diosa de la tierra. Aquella era su primogénita y los abuelos y más
ancianos de la aldea refieren que quizás, la diosa de las aguas no sería su
hija, sino hasta su propia madre. La
diosa de las aguas tenía un temperamento variable. Podía ir desde la plácida
calma de un lago de las montañas, hasta la ira desbordada del más violento de
los huracanes. Su rostro agraciado enmarcaba dos maravillosos ojos azules y sus
cabellos y su cuerpo todo estaba hecho de la vivificante sustancia que todo lo
invadía, bien como agua líquida, bien como vapor de agua… Ello la hacía ser la diosa
y señora de la vida misma, de ahí su poder y el que todos los dioses la reverenciaran,
a pesar de su carácter variable.
Cuando madre e hija se abrazaban, la
diosa de la tierra quería aprisionarla entre sus dedos pardos, quería
inmovilizarla de una vez y para siempre, pero la escurridiza diosa de las aguas
se le escapaba y formaba entonces espejos de zafiro entre las montañas o
inmensas gotas salobres de lágrimas en la sima de los océanos. Ella no solo era
escurridiza sino ágil por demás de volátil. Se hacía aire, se hacía nube, se
hacía rocío y se hacía tormenta embravecida. ¡Todo eso y más hacía la zafirina
diosa de las aguas!
-¿Qué
son espejos de zafiro, abuela?
¡Lagos, mi niño! Maravillosos cuerpos de
agua, en el seno de las montañas, en
cuyas tranquilas superficies jugueteaba y hacía cabriolas, la dorada diosa de
la luz, con su medio millar de hijuelos. Agua y luz hacían travesuras y brotaba
entonces la diosa del arco iris. Los más sabios y ancianos de la tribu una vez
al año se retiraban a lo más apartado de las montañas, a meditar y entablar
diálogos mentales con la diosa de la tierra y de la vida, a través de la tibia
placidez espiritual de la calma de los lagos. En el espejo de aquellas aguas azules
se reflejaba la existencia toda, el cosmos, el cielo y las estrellas. Los
dioses se asomaban entonces, con toda su calma, al alma de los sabios y les musitaban
las grandes verdades, que solo los bienaventurados podían entender.
Yo entonces era muy niña, pero los
viejos volvían a la aldea y nos hablaban algo de lo que al oído les habían
comentado los inmortales dioses, jirones de las eternas verdades. Y yo me embelesaba escuchando el relato de los
abuelos y cómo referían las aventuras y triquiñuelas con que solía entretener
la diosa de las aguas a su calmada y parda madre, la diosa de la tierra…
-Refiérenos
una de aquellas aventuras, abuela…
Refieren los más viejos que en el
amanecer de los tiempos, cuando el mundo era todavía puro y bueno, la aldea en
cierta oportunidad se secó, tanto que no había agua para beber ni para cocinar
ni para bañarse el cuerpo ni para hacer las abluciones de la mañana. Los otrora
orgullosos ríos de la aldea ahora eran cuencas vacías, llenas de barro cuarteado
y seco, que semejaban galletas tostadas de fécula de harina partidas en mil
pedazos.
-¿Qué
hicieron entonces los aldeanos?
Fueron todos entre ruegos y lágrimas al
templo de los dioses y de rodillas les pidieron perdón, si era que se trataba
de un castigo por haber faltado a los sacrificios anuales, en la ardiente época
de la canícula. Los dioses persistían en su obcecado silencio. Las rogativas se
intensificaron, las pocas gotas de agua que quedaban en la aldea se emplearon
para fabricar agua de rosas y jazmines, para asperjar con un hisopo de
claveles, el recinto de la cámara de los dioses en el templo. Pero el silencio
de los inmortales dioses era lo que se obtenía por toda respuesta. ¡El
desespero empezaba a apoderarse de los aldeanos, quienes veían morir sus ovejas
y cabras y veían secarse trágicamente sus sementeras de granos y hortalizas! Los
aldeanos optaron por quedarse entonces en la cámara sagrada del templo haciendo
guardia día y noche para que las velas de sebo con que alumbraban el templo de
la diosa de la tierra, no se fueran a apagar. Porque si ello ocurría, el
presagio era gravísimo y las consecuencias podían ser funestas.
Cierta noche, refiere mi padre, quien
era dueño de una pequeña granja agrícola cerca del cuarteado río que atravesaba
la aldea; que de tanto velar y poco descansar, lo venció el sueño. Entonces la diosa de las aguas se le presentó
en todo su esplendor, rodeada de un halo luminoso, y ataviada con velos
azulados que cubrían su tersa piel de suave nácar policromado, que tenía toda
ella la apariencia de irisados cristales de cuarzo.
-¿Por
qué me requieren con tanto afán e insistencia? ¿Por qué me buscan? ¿Por qué se
duelen de mi ausencia? ¿Acaso cuando me tuvieron aquí me valoraron? ¿Acaso no
convirtieron el río y las quebradas aledañas en vertederos y cloacas de
pestífero aliento?
-¡Pero
mi señora, yo…!
-¡A callar! Lo que has de decir te viene
dictado por la soberbia, no por las sabias palabras de la razón y la justicia.
El agua se hace vida cuando la vida misma se preserva en ella. Se torna en
lágrimas salobres y secas cuando la loca imprevisión humana la trueca en
putrefacción y estercoleros sin límites ni fondo. Se transforma en lluvia
vivificante cuando la gobiernan los ciclos de las estaciones, de las flores y
las plantas, al ritmo dorado del dios del sol. Cuando intervienen las torpes
manos del hombre, el agua deviene en vaho de muerte, vapor caliente y ausencia
inmisericorde, que es lo que ahora están ustedes padeciendo…
-¿Qué
debemos entonces hacer, señora de las aguas?
Recojan las piedras y palos con que han
taponado el cauce de las aguas del río aldeano, desde su nacimiento. Fabriquen
vertederos para las aguas negras, nunca jamás mancillen el cristal de las aguas
del río con la inmundicia de la líquida podredumbre, producida por ustedes
mismos. Racionen el uso de las aguas en las casas y que en cada patio haya una
acequia y un aljibe para depositar la mayor cantidad del líquido, una vez se
haya restablecido el cauce normal del río. ¡Cuiden de las aguas, porque ellas
los constituyen a ustedes en dos terceras partes de la estructura de sus
cuerpos!
-¿Debemos
retribuirte con algún sacrificio, por la gracia celestial de tu ayuda?
¡Claro que sí! Depongan la soberbia que
los lleva a creer que el agua es infinita, que es un manantial inacabable de
donde brotará el vital líquido por los siglos de los siglos… Sacrifiquen en mi
honor, en mis altares, las águilas de su prepotencia, los halcones de su osadía
y los toros de su terquedad. Los sacrificios no los harán físicamente, sino en
el interior de cada uno de ustedes. Cuando así lo hayan hecho y esos
antivalores ya no medren en sus almas, el agua tendrá una luz de esperanza.
Cuenta mi padre que él se despertó de
golpe, fuertemente impresionado y que en el suelo de la recámara del templo
halló un líquido salobre, que parecía ser lágrimas, solo que en cantidad apreciable
y que su nacedero se dirigía a la diosa madre, de cuyo rostro parecían haber
caído.
-¡Me
habló la diosa de las diosas, la señora de las aguas, la hija mayor de la diosa
madre!
Mi padre reunió entonces a todos los
aldeanos, los organizó y se pusieron manos a la obra, camino al nacimiento del
río. En menos de tres días ya las aguas habían vuelto a la aldea y fluían como
una bendición por todos los rincones de los hogares. Las acequias y aljibes se
construyeron y los vertederos de aguas negras se acondicionaron a buena
profundidad, para nunca más contaminar
el líquido cristal del río aldeano.
-¿Y
le hicieron a la diosa los sacrificios que pidió?
¡Oh sí que los hicieron! Cada aldeano
acompañado de su familia, se hizo presente ante el altar de la diosa de la
tierra, reverencialmente ante sus aras depositaron las figuras hechas en
cerámica de los animales con que su primogénita, la diosa de las aguas, significó
los antivalores de los cuales habló y los fueron destruyendo uno a uno. Las
lágrimas abundantes fueron el epílogo en los rostros arrepentidos por el mal
uso dado al líquido sagrado, regalo de los dioses.
-Abuela…
¡Ya cesó de llover!
Y mi historia también llegó a su final.
Es hora de irse a dormir, mis amados nietecitos… ¡El dios de los sueños y el
descanso ya me los reclama!
-¿Qué
nos querrá dar a entender la diosa de las aguas con el hecho que ya no llueva?
¡Tú dijiste al principio que la tierra llora!
En sus almas mañana hallarán la
respuesta, hijos míos.
Madrid (Cundinamarca), mayo 5 de 2015
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